Me levanto a las cinco de la mañana para que el día me rinda. Ojerosa, despeinada y con frío (sobre todo por esos días de llegada del “fenómeno de la niña”, en los con lluvia uno se acuesta y con lluvia uno se levanta).
Por inercia camino y decido en mi cabeza, ya no con la misma paciencia de antes, qué ropa me voy a poner. Decidir es una forma de decir que hago un mapa conceptual con diversas alternativas de vestuario, sus pros y contras y que en mi mente parece todo muy claro, hasta que comienzo con la primera opción, que es descartada inmediatamente porque los colores no combinan con el día. La segunda alternativa también la descarto porque la camisa no sale con mis cejas y los zapatos no cuadran con la agenda del día. Llegando a la tercera me doy cuenta que ese vestido me lo puse la semana anterior y qué pereza repetir. Así las cosas, la primera “pinta” es la que gana y termino de afán, sin desayunar y sin peinarme, saliendo de la casa.
En realidad no es tan sencillo.
Antes de salir corriendo con los tacones en la mano, intento hacer una rutina decente de abdominales, a los diez ya estoy cansada y paro, respiro y tomo agua con limón (en ayunas. No sé para qué sirve, pero me copié esta idea de alguien que se supone sabe de cosas saludables).
No, el tiempo no alcanza para desayunar porque la mañana también incluye preparar la lonchera, despertar, jugar, bañar y vestir a una chiquita de cuatro años.
Y es que ser mujer no es fácil. (Ni difícil)
Un día saldré a la calle con el pelo peinado por un ventarrón, las uñas pintadas a medias y con una camiseta de una marca de gaseosa. Leeré revistas de farándula y comeré chorizo de carretera sin sentirme mal por la grasa que entra a mi cuerpo. Un día de estos no me aplicaré ninguna crema en el rostro ni me miraré ocho veces al espejo. Un día me dedicaré a no hacer nada, a mirar para el techo con la tranquilidad que da no ser la mujer maravilla.
La foto: la verdadera mujer maravilla
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